sábado, 19 de octubre de 2013

1. Los orígenes no se olvidan


Después de cinco años todos aquellos planes infantiles habían quedado en el olvido, o casi. Esa ilusión que de niños nos llena se desvanece con la edad. Pero no del todo. Si buscamos en lo más profundo de nosotros mismos aún podemos ver un atisbo de nuestro niño interior.

El día que la señorita Bones anunció que harían una salida al campo, la emoción de la aventura volvió a invadirlos. Todavía se sentían capaces de todo lo que de niños imaginaron.

No eran más que un par de días a la intemperie, bajo el sol, ya que era en pleno agosto. Mas, todos se alegraron al oírlo. Pues, dados los pocos medios que había, hacer una salida era toda una aventura para ellos, que pasaban los 365 días del año entre cuatro paredes o en la reducida área del huerto que usaban como patio.

El día de la excursión, todos los niños estaban nerviosos, ilusionados, y sobre todo, ansiosos de que llegase el atípico evento. Todos, excepto John.
Aila se le había acercado al poco de oír la noticia, con energías renovadas y ojos chispeantes. Él sabía qué era lo que se traía entre manos, y lo asustaba. No quería que volvieran esos años pasados en los que pensaba que no podrían volverse a ver nunca más, en los que el plan de Aila los separaría, quizá, para siempre. Aún tenía pesadillas en las que Aila le decía adiós y se iba sin mirar atrás una sola vez.

Eran los mejores amigos, y John no se separaría de ella por nada del mundo, excepto por eso. Le atemorizaba todo lo que tuviera que ver con la aventura que Aila tenía planeada, pero su amiga no acababa de verlo, se lo negaba a sí misma. La desesperación lo reconcomía por dentro, los días pasaban y a pesar de que no quedaba más tiempo para decidir, aún no había hablado con Aila.

Para colmo, pensando en el mismo asunto y, además, sin hallar solución, llevaba toda la noche dando vueltas en la cama. La señorita Bones les había hecho acostarse antes de lo normal, aconsejándoles que durmiesen bien para estar más descansados al día siguiente. John había puesto mala cara, pero solo porque lo había dicho “La huesos”. Así era como la habían bautizado él y Aila hacía años.

Aun y todo, él intentó lo imposible por dormirse, pero no hubo manera. Seguía dándole vueltas al mismo tema constantemente. Al final, solo logró descansar cuatro o cinco horas. El chico tenía unas ojeras imposibles de pasar por alto y ni siquiera la ducha de agua fría que había tomado esa mañana lo había activado lo más mínimo. Eso sí, después le costó un triunfo entrar de nuevo en calor.

Aila también estaba exhausta. No se le notaba tanto como a John, que llevaba ya varias noches consecutivas sin dormir adecuadamente. Ella estaba preocupada, pero también ilusionada. No sabía lo que iba a pasar y esperaba, que como tantas otras veces, el destino le sonriese y todo acabase bien. Por fin iba a dar el paso hacia lo que llevaba tantos años soñando, lo que había sido su meta desde que tenía conciencia, lo que más quería en el mundo...




Memorias de Aila (4 años)

Hace frío, y el suelo está embarrado. La tormenta de anoche ha debido ser intensa. Yo, al menos, no la he visto. ¿Pero, por qué? Amo las tormentas, nunca me pierdo una. No tiene sentido. Solo sé que dormí mal a causa de ruidos muy fuertes y atronadores, puede que truenos. Aunque ha sido la primera vez que oía un sonido como aquél.

Estoy confusa, tal vez a causa del cansancio, no lo sé. Apenas recuerdo vagamente algo del día anterior. Tengo un dolor de cabeza espantoso. Y aquí estoy: dando tumbos a través de los árboles, agarrada a la mano de mamá... Porque es mi madre, ¿verdad? Miro hacia arriba y cuando un resplandor me ciega, estoy segura, lo es.

Vamos muy rápido, pero sin correr. Para ser más precisos, sin andar siquiera. Esta mañana estoy muy despistada. ¿Qué es lo que me pasa? No entiendo nada.

Tengo que aclararme; me he despertado de una noche de poco sueño, cansada y sin ganas de nada, mamá me ha cogido y sin previo aviso; aquí estamos, entre el follaje, moviéndonos a una velocidad de vértigo.

Me siento fatal, pero no recuerdo por qué. Empiezo a desesperarme.

De repente, paramos, estamos en la linde del bosque. ¿Qué hacemos aquí? Inesperadamente, mamá se gira hacia mí, cegándome, me da un beso en la frente y me dice unas palabras que a partir de este momento no comprenderé. Y entonces: nada. La oscuridad se cierne sobre mí y mis sentidos quedan bloqueados por completo. Pienso que voy a morir. Pero esto no es más que el principio.



Me incorporo rápidamente. Ojalá supiera dónde estoy. Entonces llega un ser desconocido. Tiene un aspecto muy extraño. No brilla. No flota. Y es anormalmente feo. Vuelvo a formularme para mí la misma pregunta. “¿Dónde estoy?” Cada vez más asustada, eso seguro.

El extraño ser se acerca a mí. Se sienta en una especie de cama, en la que, por ciento, también yo estoy tumbada. El ser abre la boca, porque es una boca, ¿no? Y empieza a pronunciar unos extraños sonidos que parecen provenir de su garganta. Y no es una voz dulce, como las que he escuchado anteriormente. No. Es una voz casi gutural. Y los sonidos son fuertes y sonantes. Siento que va a empezar a dolerme la cabeza. De repente, me doy cuenta de una cosa: entiendo a este ser que me está hablando.

— Hola, cielo. ¿Qué tal estás?

“Me está haciendo una pregunta.” pienso para mis adentros. Aunque, al mismo tiempo, me estoy preguntando por qué lo sé. “¿Y ahora qué? ¿Debería responderle?”

— Bien (?)

No sé ni cómo, pero, ¡he hablado en aquel idioma tan extraño! Aunque, más impresionado parece haberse quedado el otro ser. No sé qué cara he debido de poner, pero parece haberle hecho gracia. Estoy a punto de sonreírle para darle un poco más de fuerza a mi indecisa afirmación cuando el extraño ser empieza a convulsionarse descontroladamente al tiempo que emite un sonoro ruido a causa de las rápidas subidas y bajadas de su cavidad torácica. Se me han abierto los ojos como platos al ver el preocupante espectáculo, pero tras cerciorarme de que no se está ahogando o algo parecido, me doy cuenta de que, en el fondo, parece contagioso. Y entonces, inevitablemente, también yo empiezo a reír. Reír… es la primera vez que lo hago.






— ¡Niños! ¡Subid todos al autobús! —dijo la señorita Bones—. Pero no corráis. Todos callados. En fila de a uno. Las mochilas van en el maletero. Que todo el mundo revise mentalmente por si se olvida algo. Recordad que no se puede comer en el autobús.

La señorita Bones siempre se comportaba así. Para John y Aila era simplemente una pesadilla. Querían, como cualquier niño, ser libres, correr sin que nadie les dijera que parasen y comerse el mundo. Pero la señorita Bones acababa apareciendo en escena para traerles de vuelta a su amarga realidad, recordándoles las normas y obligándolos a obedecerlas. Si bien, cuando no era en público, se mostraba cariñosa y paciente con los niños; John y Aila la odiaban con todas sus fuerzas. Sentían que no les dejaba vivir y ser como eran. Claro que, tampoco la conocían tan a fondo como ellos pensaban.



Iba Aila andando hacia el autobús mientras oscuros pensamientos ahogaban su mente. “No va a venir conmigo, estoy segura.” Ella ya se estaba imaginando mil escenarios y circunstancias diferentes en las que John la rechazaba y la dejaba sola. Ella misma se estaba clavando poco a poco una helada daga en el corazón que la destrozaba por dentro. “¿De qué sirve llorar, Aila?” se recriminó a sí misma. “Si él no quiere ser tu amigo, es porque no se lo merece.” Pero nada de eso aligeraba el peso de saber que si no fuera por él, Aila no tendría a nadie.

— Aila—llamó John en susurros a su amiga—. Aila... —dijo un poco más alto.

Ésta se dio la vuelta. Estaba muy seria, como John no la había visto nunca antes.

— ¿Qué? ¿No te basta con lo que ya has hecho? ¿Qué quieres de mí? —le contestó casi gritando y un tanto acalorada.

El chico se quedó asombrado, no sabía qué era lo que la había enfurecido tanto. Pero estaba claro que tenía que ver con él, y le afectó mucho más de lo que pensaba.

— Aila... —dijo entrecortadamente.

— ¿Qué?

La chica no pudo aguantar más. Se dio la vuelta y salió corriendo hacia el autobús, dejando a John en su sitio. “¡Es tonto!” Se decía para sí mientras saladas gotas resbalaban por sus mejillas.

John no entendía nada. ¿Por qué se habría enfadado tanto con él? Pensativo y con gesto de perro apaleado fue lentamente hacia el autobús. Y acabó sentándose en la primera fila. El sitio más odiado por Aila y por él. Pero en ese momento tenía otras cosas en mente.

“Se ha sentado en la primera fila.” Pensó asombrada Aila. Pero, cada vez más convencida de que John había traicionado su amistad.





Estimada señorita Bones:
Le dejo esta nota con motivo de la esperanza que acabo de depositar en usted al dejar a la niña en el orfanato. Le ruego no la desatienda y la eduque como lo haría con su propia hija. También me gustaría comunicarle que espero poder volver dentro de unos años a por ella. Se llama Aila.
Hasta lo más pronto posible.





La nota estaba sin firmar. Era la que había dejado la madre de Aila, colgada de un hilo alrededor de su cuello, al dejarla en el orfanato. Cuando Aila por fin aprendió a leer, la señorita Bones se la dio. Hasta entonces no había tenido ninguna noticia sobre la nota, ni sobre su madre.

Ahora la leía y releía en el autobús, aunque ya se la sabía de memoria. Inevitablemente, una lágrima empezó a caer por su mejilla, pero la secó rápidamente con la manga de su chaqueta. Se había prometido a sí misma no llorar más, se había dicho que no valía la pena, que no iba a conseguir nada si seguía así, que eso no iba a hacer que se rencontrara con su madre.





John, sumergido en sus pensamientos no se dio cuenta de que la señorita Bones lo llamaba a gritos. Después de que gracias a Jonathan lo localizara, ésta lo agarró fuertemente del brazo y lo sacó a rastras del asiento.

— ¿Por qué no has respondido? —le dijo entre dientes.

— No la he oído, señorita —el pobre estaba verdaderamente asustado.

— ¿Cómo puede ser que no me hayas oído si llevo diciendo tu nombre durante cinco minutos? —le gritó en susurros.

— Estaba pensando en otras cosas –tartamudeó John.

Todos en el autobús afinaban el oído intentando escuchar la reprimenda, incluida Aila. En el fondo, quería apoyarlo, como habían hecho siempre el uno por el otro. Pero se había convencido de que las cosas no volverían a ser como antes entre John y ella. A pesar de que dolía, y mucho. Mientras, la señorita Bones seguía atenta a John.

— Pues más te valdría estar un poco más atento y no pensar tanto en “otras cosas”.

— Pero… —no le dejó terminar.

— No quiero que me des escusas. Ya hablaremos de esto más tarde —y por fin su voz recobró el volumen normal—. Bueno, prosigamos —terminó la señorita.

Volvió a coger la lista y dijo el nombre y el apellido de la siguiente chica.

A todo esto, John se había quedado helado. A saber qué castigo le impondría.

Aila, en cambio, miraba con cara triste hacia el asiento de su antiguo amigo. Su mente no cesaba de gritarle que él se lo tenía merecido, pero en el fondo de su pecho se instalaba el arrepentimiento de no haberlo defendido.





Una vez todos bajaron del autobús y cogieron el ligero equipaje que llevaban, la señorita Bones los empezó a conducir por un sendero que se internaba más y más en el bosque a cada curva. El sol estaba cada vez más bajo y las tripas de los niños empezaron a rugir. Hubo más de uno que preguntó la hora en la que por fin podrían comer algo. La señorita les respondía amablemente diciéndoles que pronto, aunque no fuese la respuesta que esperaban. Al fin llegaron a una explanada y la tutora detuvo la marcha.

— Vamos a acampar aquí. Este terreno será todo para nosotros. ¿Qué os parece?

Hubo varios asentimientos y muchísimos rostros satisfechos. Durante los próximos cinco días ése sería el lugar que más frecuentarían. La señorita dio la orden de montar las tiendas de campaña y llamó a John. Éste se sentía inquieto y ya se estaba vaticinando los peores castigos por faltarle al respeto.

— ¿Qué ha pasado entre Aila y tú? —soltó a bocajarro.

John se quedó perplejo y no supo qué decir. Él pensaba que la respuesta a aquella pregunta no incumbía a su tutora, pero al mismo tiempo sabía que no podía responderle aquello. Así que optó por el silencio.

— Siempre habéis tenido una bonita amistad. ¿Qué ha pasado para que os distanciéis en tan poco tiempo? —el tono que empleaba no era del todo dulce, y no acabó de convencer a John.

Más silencio.

— John, aunque no te lo parezca me preocupáis y quiero saber la verdad. Solo deseo lo mejor para los dos, si puedo ayudaros en algo lo haré encantada —dijo con una sonrisa que no llegó a sus ojos.

Se encogió de hombros.

La señorita estaba empezando a perder la paciencia.

— John, debes entender algo —dijo mirándolo fijamente a los ojos—. Aila es una niña muy especial y te necesita. Debéis hacer las paces. ¿Me prometes que lo intentarás?

Volvió a encogerse, solo que en esta ocasión parecía más pensativo. En el fondo, toda la situación le parecía de lo más surrealista. No pensaba siquiera que a la señorita le importaran Aila y él. Sin embargo, insignificante gesto fue suficiente para la tutora, le sonrió aliviada y se marchó para ayudar a una chica con su tienda de campaña.





Aila se sentía apática, pero sobre todo, sola. No era del todo consciente del origen de su sentimiento, pero echaba en falta a John. En el fondo lo necesitaba más de lo que dejaba translucir. Pero era su orgullo el que le impedía ir corriendo a su encuentro y perdonarlo. Impedimento que agradecía. Él no merecía todo el tiempo que le estaba dedicando, aunque solo fuese por pensar en él. Porque no la comprendía y era precisamente eso lo que la estaba corroyendo por dentro.

Cada vez que su nombre lograba infiltrarse en su trama de pensamiento intentó apartarlo. Pero era inútil, pasaba la mitad del tiempo pensando en él y otros tres cuartos intentando no hacerlo.

— ¡Aila! Hay que ir a cenar. ¡Aila! —detuvo sus pensamientos David, que había ido a buscarla.

— Sí, ahora mismo voy —dijo volviendo a la realidad. Y enseguida asombrándose del tono en el que el cielo se había tornado.

— ¿Habéis terminado ya de montar la tienda?

Ella no dio respuesta, sabía que no estaba donde debiera.

David había empezado la conversación con gesto preocupado, pero no pudo más que apiadarse de la muchacha.

— No te preocupes —empezó con una sonrisa, entendiendo que la reciente angustia de Aila era sincera—, seguro que Ann y Marie no se han enfadado.

Ann nunca llegaba a enfadarse, por eso agradaba a todos. Marie, por su parte, jamás incumplía sus promesas. Lo que hacía de ellas un dúo inseparable. Aila no tenía mucho trato ni con la una ni con la otra. De todos modos se alegraba de haber tenido tan buena suerte y no haber coincidido con otras chicas.

— Cierto —dijo sonriendo a su vez, ya algo más tranquila—. Voy a ver qué tal les ha ido y ahora os acompaño a cenar.





Tal como había prometido, fue hacia su tienda de campaña. No tuvo que andar mucho, ya que se encontraba en los márgenes del campamento. Cuando ya estaba a unos pocos metros vio a John, que hablaba con las chicas. Se acercó en silencio y, haciendo caso omiso de él, se dirigió directamente a Ann.

— Siento no haberos ayudado, ¿habéis terminado ya de montarla? —dijo señalando la tienda.

— Sí, tranquila. No pasa nada —respondió Marie en su lugar mientras miraba a John por el rabillo del ojo.

— ¿Vamos a cenar? —intervino Ann, a la cual se la veía incómoda. Mientras, le hizo un gesto de asentimiento a John que no pasó inadvertido para Aila.

Así, las tres chicas fueron a cenar mientras conversaban por el camino.

— Aila, ¿qué ha pasado entre John y tú? —preguntó Marie con fingida inocencia.

Al principio no respondió. No eran realmente amigas, y no se sentía lo suficientemente cómoda como para abrirse a ellas.

— Puedes hablar con nosotras, Aila —comentó Marie como leyendo sus pensamientos.

Pero ella seguía en sus trece.

— John ha estado hablando con nosotras.

— Lo sé —la interrumpió ella.

— Está muy preocupado —intervino Ann—, y triste.

No debería, pero la sorprendió. Se había hecho a la idea de que a esas alturas ya no le importaría el asunto. Pero, en realidad, ¿por qué habría de ser así?

— John haría cualquier cosa por ti. Está desesperado porque no sabe por qué te has enfadado con él y quiere que hagáis las paces —prosiguió.

— No creo. —dijo ella poco convencida, pero una pequeña llama de esperanza empezó a surgir en su corazón. Una molesta pequeña llama de esperanza.

— Es la verdad —dijo Marie levantando la mano en señal de juramento—. Palabra.

A Aila le pareció algo cómico el gesto y sonrió. Al verla, también las otras dos lo hicieron.

Ann cogió a Aila de la mano, y aunque al principio la sorprendió a sobremanera, enseguida supo reaccionar correctamente. Solo por ese insignificante movimiento una nueva amistad había nacido entre las tres niñas. Así, cogidas de las manos, se encaminaron al centro de la parcela.





John estaba con su bocadillo en la mano y sentado en el suelo junto a David y los amigos de éste. No estaba atento a la conversación, ya que lo único que tenía en mente era el momento en el que Aila entraría en el círculo para cenar. Así pues, cuando la vio se levantó de un salto, y decidido, aunque lentamente, fue hacia las chicas. Tal como tenían acordado, Marie y Ann se fueron a coger bocadillos para todas y Aila se quedó sola, de modo que John por fin pudo hablar con ella.

Agarró su mano, captando su atención y atrapando su mirada al mismo tiempo.

— Aila, lo siento —realmente no sabía cómo seguir, pero no tuvo que pensar mucho más, pues Aila tomó la palabra.

— No, John, perdóname tú a mí. Por no escucharte.

— Te he echado de menos, Aila.

— Y yo a ti, John —terminó sonriendo.

Se abrazaron y los dos niños consiguieron disimular sus lágrimas de alegría antes de que el otro se diera cuenta. Y es que hay gestos, con los que las palabras sobran.

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